domingo, 26 de febrero de 2012

Doña Berta, análisis

Doña Berta es una obra narrativa cortita pero intensa y escrita con un evidente tono lírico en la que, y pese a la poesía que rezuma cada una de las letras que la componen,  lo vital y lo auténtico priman sobre lo accesorio. 

Con un estilo marcadamente poético, Clarín nos adentra en una historia en la que la inocencia y una naturaleza vívidamente sentimental abrazan la mente del lector y toman el control de sus emociones, conduciéndole por una atribulada historia que irá alterándolas de forma vehemente a medida que avanza en la lectura y comprueba cómo el devenir de ésta muda las connotaciones idílicas, inspiradas en la emotividad expresiva propia de la poesía, en sombrías amenazas que acabarán por alcanzar la tragedia.

Los contrastes, empero, no se acaban aquí ni son menos importantes: con un afilado tajo que no admite compasión, Clarín confronta inclemente los lugares donde comienza y termina la historia. Así, el bucólico paraíso que la ve nacer, cuando la felicidad aún no ha desaparecido del horizonte de doña Berta, y que la acompaña en su desarrollo, cuando, aun ya infeliz, aguarda paciente y resignada el paso de los días, aparece a nuestros ojos descrito por el novelista con tiernas pinceladas que hacen de él un arquetipo de aquel locus amoenus que retrataran los clásicos. Sin embargo, las delicadas pinceladas del principio se tornan en los inflexibles brochazos de la antítesis con que Clarín transforma este Edén idílico del principio en el infierno que supone la gran urbe, impersonal, siempre seria y amenazante donde ha de encontrar hueco la tragedia. Y todo ello acompasado por el desolado ritmo de un silencio que pacifíca el alma en el primero y es la causa al fin, a los sordos oídos de doña Berta, de su desdichado final.

El tema principal de Doña Berta es, a mi modo de ver, el heroísmo. El heroísmo, primero, de someterse  en silencio a un destino incierto, lleno de interrogantes que el paso del tiempo no llega a contestar: ¿volverá por ella el capitán? Y, de no hacerlo, ¿cuál es la razón? ¿Acaso se burló de ella o razones de causa mayor se lo han impedido? ¿Y el hijo? ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él? Sólo unas páginas para el lector que son, sin embargo, cuarenta interminables años para doña Berta de constante interrogación abierta y jamás cerrada, hasta que un día, con la vejez a cuestas, cuando sólo el recuerdo vago de su capitán y la dolorosa remembranza del hijo perdido alientan en su corazón, viene un extraño a despejar las dudas y darnos la razón en este análisis, pues el pensamiento de ese desconocido pintor cuando ve a doña Berta llorar es quizá no sólo la mejor descripción de ésta, sino también el respaldo a la idea esbozada en este párrafo: Y doña Berta [...] se dejó caer en la silla, llorando, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo pensar en una estatua de la historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grande dolores sin crónica.

Comienza entonces el segundo acto heroico, impulsado a base de arrojo y decisión. ¿Qué importa perder su hacienda? ¿Qué, volverse vulnerable en la vejez, cuando mayor es el desamparo y la necesidad de un retiro protegido y a salvo de la imprevisible vida? ¿Acaso pueden considerarse siquiera la soledad y los peligros que la aguardan en la gran ciudad, si a cambio de ello repara una deuda, restaura el honor del hijo perdido y encuentra al fin el corazón la reparación a toda una vida de tormentos? En Madrid, la multitud debía de simpatizar con la pobre anciana, pulcra, vivaracha, vestida de seda de color tabaco; muchos le sonreían también, le dejaban el paso franco; nadie le había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no perdía el miedo, y no se sospecharía, al verla detenerse y santiguarse antes de salir del portal de su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el echarse a la calle. Temía a la multitud..., pero sobre todo temía ser atropellada, pisada, triturada por los caballos, por ruedas. [...]. Muchos transeuntes la habían salvado de graves peligros, sacándola de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches [...] ¡Qué agradecimiento el suyo! ¡Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! "Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo... Soy sorda, muy sorda, perdone usted;  pero todo lo que yo pudiera..." Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. "¿Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?".

Tiene miedo, un miedo pavoroso al que sabe, empero, sobreponerse y vencer. Y es que, pese a que Clarín expresa sin lugar alguno para la duda que doña Berta, a la que previamente había llamado sacerdotisa del Romanticismo,  había vivido en realidad toda su vida en una casa donde el cariño no tenía expresión, es su corazón anciano, que hierve de sentimientos y de liberadas pasiones contenidas durante toda una vida, el que la mueve a arrostrar el camino incierto de una aventura cuyo final... callaremos.

7 comentarios:

  1. Un matiz al primer heroísmo: el relativo al hijo, pues aunque «no perdonaba en el fondo del alma a sus hermanos el robo de su hijo», «mientras ella fue joven, aunque le dolía infinito, la parecía legítimo».
    [Por cierto, ¿un laísmo en un asturiano?)

    Se nota en el relato, efectivamente, la vida, en momentos pausada, en otros plenamente vitalista, pero siempre vida. Y por eso, aun sordos como Doña Berta, oímos el silencio (o casi) de Susacasa, del Aren y del río; o el escándalo, golpes y traqueteo en las calles de Madrid (tan así, que incluso me daría reparo cruzarlas ahora).

    otras pinceladas, con trazos más prolongados, las aprovecharé para mi diario ;-)

    Buen estreno, y un saludo.

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  2. Doña Berta no me ha convencido, y lo siento, porque el esfuerzo de meterse tropocientas páginas entre pecho y espalda no ha tenido la recompensa que yo esperaba.
    Ojo, que el fallo fue mío porque la comparaba con la recién acabada Misericordia, las dos protagonizadas por mujeres, y eso si era vitalidad y ganas de vivir.

    Un dato que avala mis inexistentes argumentos: Clarín no tiene calle en Valencia, lo acabo de comprobar, así que no será tan bueno.
    Bien, después de esta penosa reflexión -que no se rían los que vengan detrás que, después de lo escrito por ti, ya leeré y reiré sus aportaciones literarias- sólo me resta decir que dejaré un tiempo prudencial y volveré a leer Doña Berta.

    Por cierto, ¿Le has dado ya el carnet a Anónimo?
    Un saludo

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  3. Posodo: Creo que ese "le parecía legítimo" debe entenderse como algo lógico y propio del pensamiento burgués de finales del siglo XIX. ¡El honor, ah, el honor! No se hubiera entendido una actitud diferente a aquélla.

    En cuanto al laísmo..., pues no sé qué decirte. Sí, lo comete, ergo, Clarín era laísta (supongo).

    Leeré tus pinceladas en los Platos con mucho gusto. Siempre son interesantes y enseñan mucho.

    Caraguevo: Es sorprendente que en Valencia no exista una calle con el nombre de Clarín, puesto que es uno de los mejores novelistas de ese periodo. De hecho, Galdós aseguraba que la mejor novela de aquel momento era La Regenta. En contrapartida, Clarín afirmaba lo contrario: que la mejor novela de la época era Fortunata y Jacinta. A mí me gusta más ésta que aquella: la historia, la estructura, la narración, el estilo...

    Pero, y aprovechando que la mencionas, en cualquier caso y pese a que Fortuntata y Jacinta parece ser la más famosa de las novelas de Galdós, mi preferida, sin duda (de este autor y del mundo mundial) es Misericordia. Por ello te comprendo cuando hablas así de Doña Berta, teniendo tan reciente la lectura de Misericordia.

    Y, no, el señor Anónimo no está invitado a este club. ;-)

    Saludos, amigos, y gracias por vuestros comentarios. Espero al menos que Doña Berta no os haya quitado mucho tiempo y sí, al menos, os haya entretenido un poquito.

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  4. No tengo aportaciones literarias de ningún tipo, pues carezco de talento para ello, pero agradezco la iniciativa que me ha hecho leer Doña Berta y que ahora me permite disfrutar de entrevista, análisis, comentarios y pinceladas tan cortas como rotundas.
    Por otra parte, durante la lectura, fui incapaz de separarme de la protagonista, hasta tal punto que la mención de Posodo al escándalo, golpes y traqueteo en las calles de Madrid me ha hecho recordar que pasé por ellas tan sordo como Doña Berta. Quizá por eso tuve una extraña sensación de libertad y hasta de íntimo triunfo en medio de la tragedia y el miedo de esta parte de la historia, una sensación que no puedo ni siquiera tratar de explicar.
    Un placer S. Cid.

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  5. Urumo: Si te ha gustado y no crees que su lectura haya sido un tiempo perdido, me doy por más que satisfecha :-)

    Un placer también, Urumo.

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  6. ¡Menos mal que este año febrero nos ha regalado un día más! Gracias a ello, anoche acabé la lectura propuesta... ¡Hacía tanto que no leía a Clarín! Y al leer la historia (ésta no la conocía) me quedé con la misma sensación que me suele quedar al leer a Galdós, del que también -y tan bien- hablabais. Siempre pienso: "pero, ¿por qué todo termina tan agridulce?" (por decir algo, casi siempre más agri que otra cosa... Magníficas las descripciones, fantástica la manera de hacerte sentir desde dentro de los personajes... Pero, vamos, un poquito de esperanza... ¡Qué finales! Y no sigo, para no destripar nada a quien no la haya leído todavía...

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  7. MGae: Yo no soy muy naturalista, tiendo más hacia el realismo, pero lo cierto es que estos autores (Galdós fue también más realista que naturalista) pintaban la vida tal cual era, y a veces la vida es muy cruel.

    El caso de Doña Berta se ve acompañado, además, con una ternura que hace de ella (del personaje y de la historia) algo muy simple, pero cada vez menos frecuente: una llamada directa al corazón.

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